El motor que mueve a los niños pequeños a descubrir el mundo es el espíritu de aventura. Como no tienen malos recuerdos, se lanzan con confianza e inocencia, y así, gateando o con pasos torpes, son capaces de experimentar aun las cosas más pequeñas como si fueran las aventuras más extraordinarias del universo.
Desafortunadamente, los golpes de la vida, las decepciones y las malas experiencias han convertido a algunos en seres temerosos y desconfiados, que prefieren quedarse en la zona de confort con tal de no correr ningún riesgo. Han aprendido a ignorar o a callar esa curiosidad que todos tenemos, esa chispita que nos hace cosquillas en el fondo del estómago cuando quiere conocer, explorar lo desconocido y aventurarse.
La maravilla es que nuestro pequeño niño interno (o niña interna) siempre está listo para volver a guiar nuestros pasos con su intuición e inocencia.
Y esta actitud de aventura, descubrimiento y fascinación es tan espontánea que no necesita planes o mapas. Podemos cultivarla en cualquier lado: en la oficina, en un viaje, en un proyecto creativo o en nuestra relación con los demás.
Es verdad que al movernos en lo desconocido hay peligro; de hecho, nuestra única garantía es que, al arriesgarnos y enfrentar los miedos, rompemos patrones conocidos y aprendemos sobre nosotros mismos. La simple búsqueda nos hace mejores.
El número de veces que hayamos caído no tiene relevancia, lo importante es sacudirse el polvo, curarse las heridas y dejar que nuestro espíritu de aventura nos lleve de la mano, pues gracias a él podemos divertirnos, emocionamos y, finalmente, darnos un banquete de vida.
TOMO No. 102
06 de Abril de 2009
Portada: Lucero
Entrevista: Miguel Ruíz
Carta Editorial: La Aventura de la Vida